Un cochero de 98 y El Albóndiga
Cerca de cien coches de caballos de alquiler pasean por Sevilla a cientos de turistas al año. El gremio trabaja sin abrevaderos municipales ni sombrajos alternativos al de los árboles en todo el itinerario monumental
Para elaborar este reportaje le hemos pedido a David (Triana, 1986) que nos descubra rincones sevillanos agradables que grabar y unos minutos después de comenzar el paseo en calesa una vecina de un barrio turístico del centro se ha manifestado: «Por aquí no se puede pasar. Os voy a denunciar. Ya estamos hartos. Es un paso de residentes». El coche de David -que pide disculpas educadamente- es una manola antigua para cuatro personas varias veces tapizada y amortiguada que aprueba puntualmente la inspección técnica de vehículos históricos obligada por el Ayuntamiento. Un modelo clónico al que atascaba la misma calle menos de cien años atrás. Romera (Sevilla, 9 años) es una yegua fuerte, castaña oscura, que avanza despacito y pisa segura los adoquines que pavimentan el histórico suelo urbano. Casualmente, se ha puesto a cagar sobre el moderno pañal de plástico que lleva colgando entre las varas del carruaje mientras la mujer maldecía. Su dieta: dos raciones de avena diarias y un montón de alfalfa.
«No le gustamos a todo el mundo. Cada día hay algún vecino que protesta, son los anti animales y también suenan mucho». No tanto como el teléfono de las reservas. «Ahora en Feria es un no parar, sobre todo por un tipo de cliente sevillano, el que solo es cliente esta semana, y además es muy exigente. Quiere mucha chaqueta y mucha puntualidad para ir de casa a la Feria. Como llegue cinco minutos tarde no me quiere pagar. Es intransigente». Los turistas con más arte a la hora de pagar -continúa explicando David- son los orientales: «El cliente viene de todas partes del mundo y también hay mucha clientela nacional, pero el más numeroso es asiático. Antes eran japoneses, después fueron chinos y ahora hay de todo, son todos iguales. Los chinos son muy activos y normalmente van cantando canciones españolas. Se saben muchas. Es un cachondeo oírlos hablar en español ahí detrás. El mejor de todos ha sido El Albóndiga». El Albóndiga: nombre artístico de un retaco japonés que canta y palmea flamenco. «Se mojaba las manos con saliva para que sonaran palmas flamencas. Iba de pie cantando y tocando mientras los otros reían y cantaban con él. El señor Albóndiga reservó una ruta de siete coches desde Taiwan y los llevé hasta el restaurante sevillano Abantal, que tiene una estrella Michelín y un menú degustación de doscientos euros. Lo pasaron muy bien».
El guía enfila el Paseo de Colón. Seguiremos por el Paseo de las Delicias para buscar la Puerta de Jerez en una deliciosa mañana de domingo. Los alrededores de la Catedral huelen a primavera y las palomas madrugadoras toman el sol en las cumbreras de los tejados de reliquias arquitectónicas que David presenta en un perfecto sevillano y en inglés chapucero. La Torre del Oro a un lado, el monumento más emblemático de la capital -con permiso de la Giralda-; la plaza de toros a otro; el Guadalquivir, río grande; el palacio de San Telmo, por allí; el barrio de Santa Cruz, por aquí; los Jardines de Murillo, los Reales Alcázares, el Parque de María Luisa… «Bueno, el Parque de María Luisa siempre lo piden pero ahora no nos gusta ir -dice, refiriéndose al colectivo de cocheros de punto que integran un catálogo limitado de 98 profesionales ecuestres-; está el asfalto destrozado».
Sentado en el reluciente asiento trasero del coche de caballos, el turista gana perspectiva de la bella ciudad, viaja cómodo y se siente alguien relevante, de época. «David, nos mira todo el mundo». «Sí, eso es lo normal». El paseo de una hora cuesta 45 euros, un importe que deja poco margen de beneficio después de pagar el seguro, la licencia y otras exigencias adicionales que imponen las autoridades a este gremio. Romera trabaja 8 horas cada dos o tres días y otras dos yeguas de refuerzo cubren el resto del horario laboral en una ciudad en la que el mercurio puede superar en agosto fácilmente los 45 grados bajo la sombra de los árboles, la única de la que dispone el sector del coche de caballos de punto. «Cada cochero tenemos tres caballos sanos y controlados por los veterinarios municipales», asegura el cochero, que se considera un profesional accidental. «Para mí esto es un trabajo igual que otro. No es mi pasión. Es el trabajo familiar, lo hacían mi abuelo y mis padres, como la mayoría del colectivo. Nosotros somos tres hermanos y todos nos dedicamos a esto. Mi madre fue la primera y la única mujer cochera que ha habido en Sevilla. Nació en la Vega de Triana, lo más humilde, cerca de mi padre, que también es trianero de familia artesana del barro. Y a mí lo que me gustan son los otros coches. Tengo un Mehari naranja butano, en él sí que disfruto». «Pero, David, eso no corre y no debe ser muy posterior al último carro de varas…». «No, pero antes, cuando no tenía novia, ligaba un montón», concluye apresurado antes de continuar a Plaza de Cuba, donde esperaba un cliente sevillano para ir a Pascual Márquez.