A pedradas contra el corsario
Hongos y grietas destruyen torres almenaras construidas contra la piratería cristiana y musulmana en el Estrecho de Gibraltar
Los pies macizos de la torre del Fraile (Algeciras, 1588) siguen sin ser un lugar seguro. El forastero que se acercaba corría el riesgo de ser retenido por los torreros Pedro de Aguilar, Thomas de Aguilar o Juan Solís, que exploraban el horizonte de 1667 en busca de embarcaciones hostiles en un lugar extraordinario. El oficio se pagaba a 40 reales el mes de temporada alta (de julio a octubre) y demandaba jóvenes saludables para caminar un kilométrico e inseguro sendero, trepar por una cuerda seis metros de torre hasta el acceso elevado, apalancar el portillo con una viga de madera y preparar la fogata en caso de peligro. Porque era eficaz, junto a las cuatro balconeras sin suelo, el guarda apilaba grandes piedras para golpear los cráneos de piratas que escalaran almenaras con el propósito de atrapar torreros que vender como esclavos en los puertos norteafricanos de Salé, Túnez y Argel.
La bahía de Algeciras, custodiada por profundos canutos que conducen arroyos y ríos hasta las playas, ha sido el rincón occidental más codiciado por el corsarismo mediterráneo. La mayor parte de los ataques los frustraban la Armada y buques aliados cerca de la costa en la que se faenaba con valiosos atunes, pero había corsarios que lograban fondear en cala Secreta y cala Arenas ocultados por la niebla o empujados por los vientos hasta el tesoro: habitantes, ovejas, cabras, cerdos, gallinas, herramientas, dinero y agua dulce, que era lo primero que había que robar para abastecer el barco.
Los ataques eran fructuosos para los saqueadores que evitaban a la población local organizada en torno a torreros y atajadores, jinetes encargados de recorrer la costa, vigilar calas idóneas para las emboscadas e informar a los vigías próximos para extender el mensaje hasta zona segura. Un escenario de miedo también lo era de oportunidades. Alijar en tierra barcos piratas era un modo peligroso pero eficaz de dar el pelotazo en la sociedad campogibraltareña, pues había oro, plata y piedras preciosas de atracos certeros en los barcos europeos y tripulación que vender a cristianos pudientes en navíos de piratas berberiscos otomanos y moriscos.
Los historiadores que han indagado en la defensa de la costa española frente al corso durante la Edad Moderna no tienen la más mínima idea de cuántos españoles perdieron la vida, pero miles de habitantes, sostiene la bibliografía consultada aceptando cálculos antiguos con las debidas precauciones, fueron esclavizados y desposeídos de sus embarcaciones, ganado y familia durante los siglos XVI, XVII y XVIII en asaltos exitosos atribuidos a piratas musulmanes, ingleses y holandeses.
Acercarse esta primavera a la torre del Fraile, una vez recorrido sin machete el espeso cerro de Los Canutos, fue exponerse igualmente a pedradas como las del torrero. En degradación acelerada desde el derrumbe parcial de dos lienzos en 2006, era la última edificación de las 43 aportadas por Felipe II a la herencia nazarí que permanecía en pie íntegra en la costa de Campo de Gibraltar. Las dos garitas de la azotea y dos de las cuatro ladroneras por las que se defendían los vigías se amontonan en sillares degradados alrededor del monumento, de base cuadrada y no troncocónica, modelo triunfante de las atalayas conectadas construidas por este reinado (1556-1598).
Del revestimiento con mortero de cal que blanqueaba la estructura durante los imperios, apenas quedan parches que amarillean hongos y líquenes junto a los que ha enraizado flora parasitaria. Los peldaños de la escalera helicoidal que comunicaba la estancia con la azotea desafían a las fuerzas físicas y resisten a la intemperie la pérdida de estabilidad derivada de la profunda fisura que abre el tercio superior del muro suroeste de la mole.
Como consecuencia de esta grieta, el lienzo noroeste se ha resquebrajado de arriba a abajo y perdido consistencia y material que yace en la base: «Vengo de cuando en cuando a repasar las pequeñas señales visuales que anudo entre los pincharrales para no perder el camino de llegada, porque aquí la vegetación crece saludable hasta invadir el sendero», explicó Ángel J. Sáez, profesor de Historia y coautor del trabajo La Torre del Fraile. La última atalaya algecireña del siglo XVI.
Trabajo de mulas
Para habilitar una vía en el abrupto cerro, al que se llega por la carretera local al Faro de Punta Carnero, -la única alternativa posible, pues la otra opción, el camino costero, acaba en el acantilado de cala Arenas, de 120 metros de altura-, Sáez, autor del informe de restauración del edificio propone desbrozar una anchura suficiente como para que puedan cruzarse dos mulas cargadas con escombros y materiales que arrimar al equipo de trabajo, aunque para conseguirlo hace falta cerrar acuerdos con propietarios de fincas colindantes con el monumento que autoricen la apertura de un sendero. «Es el modelo más sostenible, pues en este entorno protegido del parque natural del Estrecho no hay servicios de abastecimiento de luz y agua», razonaba mientras fotografiaba, durante una ráfaga de poniente, la repentina entrada migratoria de milanos y decenas de buitres leonados que parecían cazabombarderos planeando desde el Magreb.
La restauración de la torre del Fraile exige una inversión de 180.000 euros, detalla el informe, sin incluir el desmonte del sendero. El trabajo consistiría en desescombrar, apuntalar y consolidar la estructura, recolocar los bloques caídos y enlucirlos con mortero de cal, impermeabilizar la cubierta y reponer las ladroneras, la puerta y la ventana con madera de iroco. En definitiva, «se trata de recuperar el estado previo a la reciente ruina siguiendo una metodología que intenta reutilizar el material caído para recuperar el volumen primitivo del edificio». 13,28 metros de alto por 6,80 metros de ancho.
Doscientos años antes de construirse la torre del Fraile, los musulmanes estrenaron en el Estrecho la torre de la Peña, la más longeva de cuantas se conservan en la provincia, con 23 torres. La tarifeña es otra atalaya gaditana que, según han diagnosticado los expertos, se encuentra en grave deterioro estructural, junto a las dañadas torre del Rayo, Guadalmesí y Almirante (Algeciras), Entre Ríos (Los Barrios), Nueva o Zabal (La Línea) y la torre de Trafalgar (Barbate), reconocidas bienes de interés cultural desde 1985.
La eficacia de la ahumada entre la bahía de Algeciras y la villa de Tarifa, tierra adentro y fortificada con veinte quintales de pólvora y 200 balas, solo estaba garantizada con la construcción de las torres almenaras de Guadalmesí y del Fraile. Ambas eran enlaces inmediatos que completaban la vigilancia del Estrecho, aunque, dada la altura de su emplazamiento, la del Fraile permite divisar en días claros tanto la ciudad de Ceuta como el extremo sur de Gibraltar que cruzó en verano 1704 la flota del archiduque Carlos con navíos de banderas británicas que siguen ondeando en la roca.
La abigarrada red de torres almenaras –guarnecida por fortalezas, castillos y ciudades amuralladas costeras, galeras armadas del monarca, escuadras aliadas de socorro del monarca (Génova, Nápoles y Sicilia), corsos y las compañías de caballos de la costa– completaba, de Ayamonte (Huelva) a Port Bou (Gerona), un sistema teóricamente defensivo que se usó desde la etapa musulmana para combatir la piratería religiosa hasta el siglo XX, cuando se desarrolla en cerros anexos el Sistema Integrado de Vigilancia Exterior de la Guardia Civil (SIVE) para neutralizar la piratería moderna: el fraude fiscal, la inmigración ilegal y el tráfico de drogas.

Torres que se dejan caer
Ángel J. Sáez, profesor de Historia
Las historias del Estrecho resumen la Historia de Occidente. Y aquellas se narran, con especial tino, desde los muros caídos de las ciudades clásicas, desde las atalayas solitarias, desde las baterías de Verboon y desde la angustiosas cámaras de combate de los fortines de la Segunda Guerra Mundial. Solo las primeras reciben -y en parte- merecida atención. El resto, menos. Especialmente nuestras torres se dejan caer de manera vergonzante para las administraciones que debieran velar por su cuidado, convirtiéndose el de la Torre del Fraile de Algeciras en ejemplo paradigmático de incompetencia municipal, provincial y autonómica en materia de gestión patrimonial.